"Una vez terminado el juego, el rey y el peón
vuelven a la misma caja",
proverbio italiano.
proverbio italiano.
— ¿Las reglas de siempre?
Los finos labios de Monique se
arquearon en una sonrisa pícara, como si dos gorriones echasen el vuelo
sosteniendo sus comisuras. Dejó caer los párpados, dos alas de mariposa, en un
gesto que rozaba la locura mientras su lengua emergía de la cueva oscura para
relamerse. Charles asintió desde el otro lado de la mesa, removiéndose
ligeramente en su sillón sin pasar desapercibido el juego sensual al que le
sometía Monique.
Satisfecha con su respuesta, la
mujer se levantó y pasó por su lado dejándole una grácil caricia en el hombro y
un aroma a jazmín que se coló por las fosas nasales de Charles. “La felicidad
debe oler a ella”, pensó. El grácil caminar de la mujer era premeditado,
parecía que sus pies descalzos apenas rozaban el parquet en un suave
revolotear; mientras Monique rebuscaba algo en los cajones del mueble, Charles
la repasó con la mirada. Para la ocasión había elegido unos pantalones cortos
que marcaban la forma de sus glúteos y una fina blusa que dibujaba el sujetador
por debajo. El hombre se mordió el labio, bastó un segundo para imaginársela
cabalgando sobre sí en ese mismo sofá. Para cuando ella se dio la vuelta,
Charles ya se había recompuesto y parecía el mismo hombre frío y distante de
siempre, lo que la excitaba aún más. Tomó asiento de nuevo frente a él y dejó
sobre la pequeña mesita su más preciada posesión: un tablero de ajedrez. No
tenía nada de especial, pero para ella tenía un gran valor sentimental, era el
ajedrez con el que jugaba con su padre cuando era niña. No quería imaginar su
cara si llegase a saber qué usos nuevos le daba su más querida e inocente hija.
Lo abrió por la mitad, en su interior se desplegaban, como un ejército a la
espera de órdenes, las piezas de ambos colores. Sin necesidad de palabras,
Charles rescató las blancas y Monique las negras; era un pacto no escrito, pero
necesario.
Al fin, un batallón de piezas,
blancas a un lado y negras a otro, se preparaban para una batalla inminente
cuya derrota no era tan dolorosa como se podía pensar. Charles se repasó la
barbilla con un par de dedos, dedicándole una mirada directa y fría a la mujer.
—Soy un
caballero. Empieza tú.
—Pero las
blancas son las primeras en…
—Empieza
—ordenó. Su voz denotaba que no admitiría más réplicas.
Monique asintió y extendió el brazo
hacia el tablero; sus dedos juguetearon un momento en el aire, pensativa, hasta
que tomó uno de sus negros peones y avanzó dos posiciones. Tan sólo un par de
movimientos más, y uno de los peones de Charles devoró sin miramientos una
pieza de Monique; ésta, con una sonrisa pícara en los labios, recogió su
fallecido peón y, sin articular palabra alguna, se quitó la blusa. Sus
movimientos eran lentos y sensuales, los ojos de Charles devoraban cada
centímetro de su nívea piel que quedaba a descubierto, pero su gesto era
impasible. La prenda salió por encima de la cabeza de Monique y cayó al suelo;
el hombre recorrió con la mirada sus senos y aquel sostén que no hacía otra
cosa que incordiar su vista.
Una pieza, una prenda. Esas eran sus
reglas. Si la partida se alargaba y no había más ropa que quitarse, el precio a
pagar era mucho mayor. La partida siguió con normalidad, toda la normalidad que
se puede pedir teniendo en cuenta sus normas. Charles no tardó en quitarse la
corbata y la camisa, ni Monique en quedarse en ropa interior.
—Lo haces a
propósito, ¿verdad? —inquirió Charles a la par que la mano con la que sujetaba
un alfiz sobrevolaba el tablero y aterrizaba sobre la reina negra de Monique —.
Jaque.
La mujer se quedó un momento
perpleja, con los ojos abiertos de par en par sin dar crédito su despiste.
Observó su vencida reina, su pieza más preciada, y chascó la lengua en un gesto
de fastidio a la par que se desabrochaba el sujetador. Sus pechos desnudos, con
los pezones ya erectos, hicieron relamerse al lobo interior de Charles que
aullaba en su pecho.
—Sabes que
no.
Sin su reina, Monique se dio por
vencida. Su moral quedó prácticamente por los suelos y sus movimientos comenzaron
a hacerse cada vez más indecisos y poco acertados. A Charles no le costó dar un
Jaque mate, y tan siquiera le había hecho falta quitarse los pantalones. El
hombre se reclinó en su sofá, victorioso, con las manos entrelazadas ante sí y
observando con fijeza a Monique; su mirada oscura la exigía un trofeo que jamás
llegaría a exhibir en ninguna estantería, pero que era el más dulce de todos.
En su juego, las palabras sobraban.
Y aquella partida no fue una excepción. Monique bajó la mirada, sumisa y
dispuesta a satisfacer la mirada lobuna que la devoraba en doloroso silencio y
aparente calma, aunque el corazón de Charles ardía. La mujer tragó saliva y se
inclinó un momento hacia el tablero, y con sus finos dedos tomó un peón blanco
de Charles; lo acarició entre sus manos, pero pronto fue la pieza de ajedrez la
que dejó suaves caricias por la piel de Monique. Primero lo llevó a sus labios
para repasarlos con la cabeza del peón, dejándole alguna picadura de su lengua.
Emprendió después un camino lento y doloroso por su cuello, sus senos,
bordeándolos y cayendo más y más hasta su ombligo. Para entonces, Charles tuvo
que cruzar sus piernas para evitar que se diese cuenta de cuán excitado estaba
con la situación, aunque ella bien lo sabía. El peón, guiado por las afiladas
manos de Monique, alcanzó el principio de sus braguitas negras con encaje, las
que más le gustaban a él. La mujer se reclinó en el sofá y sus piernas se
abrieron instintivamente, dejando paso al pequeño guerrero que había traspasado
la frontera enemiga y se aventuraba al epicentro de su anhelo. Monique
entreabrió los labios, dejando escapar un débil gemido cuando el peón alcanzó
su sexo chorreante por encima de la ropa, donde se había formado ya un charco
de deseo. Lo que empezó siendo un lento masaje se extendió hasta una
masturbación fuera de control; Monique se aferraba uno de los pechos con la
mano, pellizcándose el pezón en guardia, mientras que el peón chapoteaba en su
sexo con las braguitas echadas a un lado. Los jadeos se convertían en gritos, y
la respiración del hombre que la observaba era cada vez más acelerada y
angustiosa. Monique se removía en el sillón con súbitos espasmos cada vez más
fuertes y su espalda se arqueaba; el éxtasis estaba cerca.
—Basta.
La
voz de Charles resonó en la habitación por encima de los gemidos de la mujer,
la cual le miró sin comprender y, pese a sus palabras, sin parar de mover el peón
contra su clítoris. Al ver que le desobedecía, el hombre se acercó hasta ella y
le arrebató el peón de entre las manos.
— ¡He dicho
basta! —exclamó, esta vez con más fiereza.
Ansiosa,
Monique aprovechó que quedaba a la altura de su cintura para lanzarse a su
entrepierna, donde su miembro ardía erecto. Sin embargo Charles la apartó con
suavidad, pero con la suficiente decisión como para que no volviese a
intentarlo. El hombre tanteó la pieza de ajedrez entre sus dedos y, mirando a
Monique a los ojos, la lamió.
—Me quedo con este
peón. Nos vemos en la comida familiar del domingo, cuñada.
Charles dejó una suave y, en cierta
medida, cariñosa caricia en el rostro de la mujer a la altura de la barbilla,
recogió su camisa y corbata, y abandonó la casa de su hermano. Monique quedó
allí largos segundos, su respiración poco a poco se iba calmando a pesar de que
tenía el deseo a flor de piel. Su mirada se alzó hasta el tablero de ajedrez y esbozó
una media sonrisa; aún le quedaban siete peones más.
Sensual. Excitante. Imaginativo.
ResponderEliminarMe ha encantado.
De las mejores partidas de ajedrez que me han explicado. Como siempre, un gusto leerte
ResponderEliminar@_empipat
Sacrificar un peón nunca resultó tan placentero.
ResponderEliminarPara Yumiens, con todo mi cariño.
ResponderEliminarMe quedé atrapado
en ese segundo dulce
en que te volviste sorprendida,
mas no avergonzada,
sin tapar ni tu rincón
ni tu gesto.
Volé hacia ti,
bailé con tus dedos,
olí tu sexo exhausto
y recorrí tus secretos.
Y mientras,
no dejaste de mirarme,
cautiva quizá
del calor que reflejaban
tus ojos en los míos,
ajena a la locura
que crecía en mí,
entregada a tus placeres
y a tu cuerpo.
Te oí gemir
y respondí con mi silencio,
aunque cada uno de mis poros
gritaba anhelos.
Cerré la puerta
en el instante
en que alcanzabas
tu objetivo,
lleno de tus ganas
y de mis sueños,
huyendo del rubor
de adivinarte
intuyendo mi deseo.
_empipat