Nunca sabes cuándo es tu día de
suerte,
ni cuándo la musa te va a lanzar un guiño desde el otro lado de la calle.
Por eso siempre hay que tener un As bajo la falda y un condón en la cartera.
ni cuándo la musa te va a lanzar un guiño desde el otro lado de la calle.
Por eso siempre hay que tener un As bajo la falda y un condón en la cartera.
Los
tacones de Monique se le antojaban pequeñas agujas clavándose en su frío
corazón. Charles caminaba un par de pasos por detrás de ella como un centinela
que no quitaba ojo de sus posaderas. La mujer llevaba un elegante traje de
chaqueta y falda con medias negras y aquellos malditos tacones que se reían de él
a carcajadas. Su pelo recogido en un moño pedía a gritos que alguien se lo
revolviese.
Monique
se detuvo frente a las puertas del ascensor y esperó; podía ver el rostro de
Charles en su reflejo y, pese a vago y difuso, sus pensamientos parecían escritos
con rotulador permanente en los ojos viciosos. La mujer evitó su mirada y la
clavó en la luz del ascensor que bajaba. Podían escuchar el mecanismo del
aparato acercándose al último piso del edificio. A Monique se le antojaba un
salvavidas; a Charles, una fantasía por cumplir. Las puertas se abrieron y
Monique entró casi al galope, pero él se tomó su tiempo en hacer que se
percataba de su realidad y pasar al interior. Con un metálico jadeo, las
puertas se cerraron y el ascensor emprendió un vuelo hasta la sexta planta. Estaban
encerrados en apenas dos metros cuadrados, con un espejo a sus espaldas y los
recuerdos a flor de piel. El silencio alimentaba los miedos de Monique y el
deseo de Charles que, pese a todo, se mantenía serio y distante, como era
costumbre. La mujer alzó su mirada vacilante hasta él unos instantes con
intención de articular palabra, pero al ver que él parecía ignorar su
presencia, volvió a desviar sus ojos hasta los botones iluminados del ascensor.
Segunda planta.
—Aquello fue un error —dijo de repente Monique, con
un extraño atisbo de duda en su voz que sirvió para que la polla de Charles
ardiese un segundo bajo los vaqueros —. No estuvo bien, no fue ético. Quiero
olvidarlo pero necesito tu silencio.
Los
ojos de Charles se volvieron hacia ella lenta y dolorosamente y, cuando quiso
hablar, una sonrisa lobuna se dibujó en sus labios.
—No te creo.
— ¿Cómo?
El
brazo de Charles cortó el aire ante los ojos incrédulos de Monique y activó el
botón de Stop. El ascensor se detuvo en el aire con un sonido replicante. Todo
sucedió demasiado deprisa como para que la cabeza de la mujer pudiese
asimilarlo. Charles la tomó por los brazos y la hizo girarse para encararla con
su propio reflejo. Emitió un pequeño grito, y el hombre le cubrió la boca con
una mano mientras con la otra le rodeaba a la altura de la cintura para
inmovilizarla. Estaba totalmente pegado a su espalda, y ella pudo notar el ya
excitado miembro de su cuñado entre las nalgas.
—Mírate —dijo Charles, quien tenía los ojos clavados
en los asustados de Monique —. Mira tu reflejo. ¿Te reconoces? Esta no eres tú,
estás envuelta en complejos inexistentes, en normas morales vacías y en una
vida que no es la tuya.
La
respiración de Monique era acelerada pero ya no sentía miedo, tan sólo pudor
porque Charles había encontrado unos pensamientos que había guardado en lo más
oscuro de su cabeza. Compartieron una intensa mirada. Charles poco a poco
aflojó el amarre de su brazo y pasó a acariciar la cintura de Monique con mimo
mientras apoyaba la mejilla sobre sus cabellos.
—Quítate esa máscara. Para mí, por mí…
Los
ojos de la mujer no se separaban de su reflejo mientras Charles emprendía un
lento recorrido con sus labios húmedos desde el lóbulo de su oreja hasta el
inicio de su chaqueta, dejando un reguero de besos por el cuello pálido de
Monique. Un tímido gemido emergió de los labios femeninos que terminó por
romper la jaula donde aullaba el lobo de Charles. La hizo voltearse con
violencia y sus bocas se unieron en un beso con complejo de huracán. Aún era
una Monique tímida y devota que no sabía dónde posar sus manos temblorosas
cuando las de Charles ya se habían tomado todas las licencias y su lengua recorría
la boca de la mujer como una fiera hambrienta. La cabeza de Monique daba vuelta
alrededor de los fluorescentes que parpadeaban sobre ellos. Charles la pegó a
sí hasta que no quedaba aire entre ellos y la acorraló contra uno de los lados
del ascensor. Su boca se deshacía en cuidados en el cuello de Monique. La mujer
alzó un brazo y, ante la sonrisa pícara de Charles, dejó su melena suelta sobre
los hombros. Compartieron una mirada cómplice. Ahora sí era ella.
Esta
vez fue Monique la que buscó su boca con anhelo y desesperación, ansiaba la
pasión que no le había dado nunca su marido que, estuviera donde estuviese, no
imaginaría en qué dulces actividades invertía el tiempo su querida esposa. Charles
estaba fuera de control y arrancó los botones de su chaqueta mientras ella le
ayudaba a tirarla por el suelo. Los pechos de Monique se dibujaban al otro lado
de la camisa blanca, sin sujetador. Aquello hizo que Charles gruñese de lujuria
y que ella sonriese victoriosa. La vida también tiene sus propias cartas
escondidas y había usado su último comodín para que aquella mañana Monique pensase
que iba a estar más cómoda así. Charles desabrochó los botones y se lanzó a
lamer sus pezones erectos con necesidad mientras sus manos remangaban la falda
hasta su cintura. Sobraban palabras y les faltaba el aire, cada vez más viciado.
—Gimes como una gata en celo —susurró con un pezón
rozándole los labios, la miraba desde abajo con aquella sonrisa lobuna.
Monique
intentó decir algo pero no pudo, porque una de las manos de Charles se había
colado bajo la falda y le arrancaba las medias para llegar a sus bragas
empapadas. Él sonreía con aires de empresario triunfador mientras sus ojos
gritaban “todo esto es para mí”. Con una lentitud dolorosa, el hombre se
incorporó de nuevo pero sin separar su mano de la entrepierna de Monique. Se
pegó más a ella, con la boca a escasos centímetros y un dedo travieso colándose
en el interior de sus braguitas. Su sonrisa se hizo más amplia cuando comprobó
que el charco era real y que estaba empapada para él. Los ojos de Monique le
pedían más con una timidez que hacía arder el miembro de Charles en sus vaqueros.
Con la mano libre la tomó de los cabellos y le echó hacia atrás la cabeza de un
suave aunque imperante tirón; su lengua recorría el cuello expuesto de Monique
lentamente mientras la masturbaba con lujuria. La mujer se revolvía entre sus
brazos, y supo con certeza que era la primera vez que la tocaban así. Hundió un
par de dedos en su cálida cueva y Monique dio un ligero brinco sin esperárselo,
pero Charles era un experto con las manos y supo cobijarla con más mimos por su
oreja para que se dejase hacer. Al cabo de un minuto la mujer ya jadeaba con
violencia y sin pudor, con los dedos de Charles entrando y saliendo de su
empapado sexo.
De
repente las manos de Monique se aventuraron al enorme bulto que se dibujaba en
los pantalones de Charles. El hombre, entre aturdido y sorprendido, se separó
ligeramente. Quizá ya era hora de dejarla tomar la iniciativa. Los movimientos
de la mujer eran sutiles y sensuales, la convertían aún más en un objeto de
deseo para sus lobunos ojos. Con la punta de su lengua recorrió la piel de su
cuello mientras le desabrochaba la camisa, incluso se aventuró a mordisquear su
nuez. Charles emitió un profundo gemido cuando la vio agacharse poco a poco
hasta que su rostro quedó a la altura de su excitadísimo miembro. El sonido de
la cremallera descendiendo se le antojó una dulce melodía, y Monique terminó
por quitarle los pantalones. Acercó el rostro a sus bóxers y con la boca abarcó
su sexo por encima de la tela. Bonita predicción. Charles acarició el pelo
enredado de Monique mientras ésta bajaba del todo su ropa interior y ante ella se
izaba una sublime erección que comenzaba a ser dolorosa. Un par de gotas se
deslizaban en la punta y su lengua las recogió con una lentitud que asesinaba. Se
hacía de rogar, y Monique poseía unas dotes de sensualidad que ni ella misma
conocía. Hundió su boca en ella lentamente hasta que rozó el final de su garganta,
y Charles se sintió morir. Se ayudaba con la mano, pero no le hacía falta. Su
lengua jugueteaba con el miembro cuando aún lo tenía en su boca y, aunque improvisando,
parecía una experta.
Habían
perdido la noción del tiempo e incluso del espacio, cualquier sitio les hubiera
servido para apagar el incendio que se habían estado provocando mutuamente
hacía bastante tiempo, quizá sin que ninguno de los dos lo supiese o quisiese
percatarse de ello. Unos golpes en la puerta del ascensor por encima de sus
cabezas les sacaron del trance. Monique abrió los ojos súbitamente, de repente el
temor asoló su pecho y se incorporó con intenciones de vestirse antes de que
aquel vecino impaciente alertase a alguien. Sin embargo Charles no estaba por
la labor y la empotró de nuevo contra una de las paredes. Con las manos atrapó los
muslos de Monique y la penetró hasta el fondo con violencia. La mujer emitió un
pequeño grito de dolor aunque la polla de Charles resbalaba lo suficiente como
para entrar sin ningún problema, pero aún tenía el miedo anudado en la
garganta. Aún así el morbo y la pasión pudieron con ella y entrelazó las
piernas en su cintura. Sus embestidas iban seguidas por profundos gemidos de
los dos, gotas de sudor caían por las sienes de Charles cuyas fauces devoraban
el cuello de Monique. Los pechos de la mujer botaban con cada movimiento y los
pezones erectos acariciaban el torso desnudo de Charles. Monique volvió el
rostro a un lado y se observó en el espejo, semidesnuda y empapada en flujo y
sudor ante las fieras embestidas de su cuñado. Un par de movimientos más y
ambos se corrieron entre jadeos ahogados y el sonido de sus entrepiernas al
chocar entre fluidos.
Cuando
recuperaron el aliento, se vistieron en silencio y pusieron la cabina en
marcha. Al salir el ascensor olía a sexo y los fluorescentes parpadeaban,
testigos atónitos.
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