Martín
era un niño diferente. Desde bien pequeño tuvo que llevar gafas, y con siete
años una mujer de bata blanca le puso un parche en el ojo izquierdo; sus
compañeros del colegio se burlaban de él en el recreo, pero Martín se defendía
diciendo que era un famoso pirata. Nadie le creía. Aún así, él era feliz;
solitario, pero feliz.
Cada
año, con la llegada de la primavera, Martín se hacía con su más ansiado tesoro:
una caja de zapatos con agujeros en la tapa, repleta de gusanos de seda. Podía
pasarse toda la tarde observándolos comer, le gustaba ver cómo se movían de un
lado a otro tan lentamente, con aquellas patitas peludas que hacían cosquillas
sólo con mirarlas. El pequeño piratilla era el mejor escalando árboles para
recoger las hojas de morera con las que alimentar a sus pequeños gusanos, aunque
no podía dejar que su madre le viera o le castigaría. Pero si algo le gustaba a
Martín de criar gusanos de seda era el fascinante momento de la metamorfosis,
la belleza de la mariposa saliendo de su pequeño y acogedor refugio. Eran tan hermosas, tan bellas… que dolía. Dolía por su perfección, por ser tan evanescentes
y fugaces, por preferir morir en su caja de zapatos con agujeros en la tapa a
vivir toda una vida con él. “Yo os daré de comer, ¡subiré a las moreras más
altas!”, decía. Pero ellas no le escuchaban, y morían.
Martín,
en su inocente ignorancia, no sabía que aquel día de primavera la rama donde
apoyaría el pie se partiría. Martín no sabía lo que era el dolor hasta que cayó
sobre su brazo y se lo rompió por dos sitios distintos. Martín no sabía lo que
era un castigo hasta ese día. Jamás volvió a tener gusanos de seda, ni volvió a
ver una mariposa emerger de su capullo. Martín no volvió a ver belleza en el
mundo.
Hasta
que, veinte años después, su mirada se cruzó con la de una rubia despampanante
en una discoteca de esas que te echan whisky del Lidl en la copa y tienen música
para licuar el cerebro a ritmo de subwoofer. Desde el primer instante en que le
sonrió, Martín supo que aquella muchacha debía tener alas de mariposa
escondidas bajo su nívea piel.
***
— ¿Por qué lloras? —preguntó Martín.
Ante
él, la muchacha rubia sollozaba, maniatada desde el techo con los brazos
extendidos hacia arriba, completamente desnuda. Una mordaza impedía que sus
gritos de pánico se extendiesen por el piso de Martín. El calentón y las ganas de echar un
polvo se habían quedado en el ascensor, ahora sólo había miedo.
—Shhhhhhh… —Martín alargó uno de sus brazos y le
acarició el rostro a la muchacha, recogiendo con las yemas de sus dedos algunas
lágrimas —. No llores, preciosa. Te voy a liberar.
Y
así, entre sollozos y sangre, Martín le arrancó la piel a tiras a la luz de una
inocente vela cuya llama temblaba al contemplar la escena. En busca de su
metamorfosis, unas alas de mariposa.
Por fin lo has escrito *_*
ResponderEliminarNo dejes de escribir, eres realmente buen@, enserio, es lo mejor que he leído en mi vida. Con larga diferencia. Sigue así, te sigo. Me encanta leerte^^
ResponderEliminarMuchas gracias por su comentario, aunque me viene un poco grande con tanto halago.
EliminarUn placer tenerle por aquí.
¿es tuyo? o sea, lo has escrito tu?
ResponderEliminarSí; cuando no adjunto el nombre de ningún autor, es mío (paradójicamente). Los textos escritos por mí, además, tienen la etiqueta 'Personal'.
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