Despuntaba el alba, pérfida condena.
Jamás el clarear del cielo por encima de los árboles había sido tan amargo. Mis
ojos evitaron recrearse en la figura desnuda que dormía a mi lado, de la bella
mujer que había amado cada noche, a cada instante. De haber repasado su rostro
durmiente con la mirada, como cada mañana, habría renegado de mi destino, mi
desdicha, y creado una fortaleza bajo esas sábanas que anoche nos vieron sudar
y amarnos, donde nadie jamás pudiera encontrarnos.
Aún me maldigo a mí mismo por haber
tenido la fuerza de voluntad suficiente como para alejarme de ella y acudir al
campo de batalla, aciago cementerio. Jamás debí confundir mi voluntad con la de
aquéllos, espectadores de mi muerte desde lo alto de la muralla, a buen
resguardo. Malditos bastardos. No, maldito yo, que me separé de ella y de su
abrazo. Recuerdo que me senté en el borde del lecho, cerré los ojos, y esperé.
Esperé que el tiempo se detuviese, que las guerras cesasen, que los pendones
blancos se alzasen sin salpicaduras de sangre. Mi sangre. Pero cuando abrí los
ojos seguía allí, con el sol anunciando la hora de mi desgracia, cada vez más
inmediata.
Jamás vestir mi armadura fue tan
doloroso. Mis manos, curtidas ya en batallas y en años, como las de un muchacho
inexperto temblaron cuando quise cubrir mi desnudez, otrora suya, de la mujer
que dormía a mi lado. Ella, gracias a los dioses, no conocería nunca la
sensación de vestirse sabiendo que moriría con esas mismas prendas. Ojalá jamás
le abandonase el sueño, ojalá no despertase nunca y permaneciese ajena a esta
pesadilla de la que yo era protagonista. Como en un memorizado y doloroso
ritual, comencé a vestirme; primero el calzón, las calzas y la saya interior,
prendas ligeras que me alejaban de la desnudez que ella tanto amaba. El
gambesón por encima, que amortiguaría los golpes en un intento por alejarme de
una muerte que ya me besaba la nuca. Tomé por entonces la cota de malla y la
observé entre mis manos, jamás me había parecido tan pesada, y es que no era el
acero sino mi contraria suerte lo que me abatía. En ese instante unas manos me
sorprendieron al acariciarme la espalda, y al volverme me encontré con la
oscura mirada de mi amada; ella, con serio semblante y frío el corazón, tomó la
cota de malla entre sus manos y me ayudó a ponérmela por encima de la saya. Y
así, en completo silencio, compartió conmigo la dolorosa tarea de vestir a un soldado,
un hombre que daría su vida por una guerra que no le pertenecía. La sobreveste
por encima de la cota portaba el escudo real hilado en el pecho, sobre el
corazón, pero el mío sólo le pertenecía a ella y su dulce cantar. Como
leyéndome el pensamiento, mi amada repasó el escudo con la mirada para después
posar su mano sobre éste; a pesar de que no podía notar mis acelerados latidos
por las numerosas capas que portaba, supo que aquel nervioso latir no nacía del
miedo a la batalla sino del temor a una despedida. Sus finos labios se
arquearon en una forzada sonrisa que me dio más fuerza de la que jamás podría
haberme inspirado un grito de guerra. Me puse el cinto de cuero a la altura de
la cintura con el doloroso pensamiento de que jamás serían sus piernas las que
me abrazarían; cada prenda me alejaba un poco más de ella, más de lo que ningún
caballo al galope podría lograr. Mi amada me tendió los guantes de malla que
protegerían mis manos en la batalla, pero antes de renunciar a cualquier atisbo
de humanidad, recorrí su fino y pálido rostro con las yemas de mis dedos en una
suave y cálida caricia, mientras ella entrecerraba los ojos y se dejaba hacer. No
podía creer, cruel destino, que jamás volvería a verla, que jamás volvería a
anidar en su pelo, mi ansiado refugio.
El sol descansaba en lo alto, ya nacido; era la hora. Libré mil batallas,
pero ninguna fue tan mortal como la de retener las lágrimas que me colmaban
estos ojos que sólo querían recrearse una vez más en su sonrisa clara, en su
mirada ausente. Ella, la mujer más fuerte que jamás conocería en vida, encontró
la serenidad de la que yo flaqueaba para darme el escudo y la espada. Pero yo,
amada mía, tan sólo necesitaba tu recuerdo latiendo en mi memoria para
destronar a los monstruos de debajo de tu cama.
Recuérdame, amor. Recuérdame como aquel hombre que te protegió en las
gélidas noches de invierno y que te acunó entre sus brazos cuando el sueño se
escapaba de entre tus dedos. Recuérdame, cuéntale a la simiente que crece en tu
interior que un día tuvo un padre honrado que libró mil y una batallas para proteger
tu sonrisa. Recuérdame, porque así seguiré vivo, contigo. No me dejes ir;
recuérdame.
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