21/7/13

Comida familiar [+18]



            ¿Alguna vez has follado con la mirada? Yo sí.


            Podría afirmar que la semana que pasé en Lisboa por negocios fue fantástica, de hecho es lo que pregonaba para evitar que me preguntasen uno a uno todos mis contactos de WhatsApp, Facebook o cualquier otra mierda informática controla-cerebros-redsocialmiscojones. Pero la verdad es que había sido una auténtica mierda. Todo me recordaba a ella. Y cuando digo ella, digo la mejor jugadora de ajedrez que conozco. En cierta medida también juega conmigo, aunque suene irónico, así que podemos decir que es la mejor jugadora que conozco.

            Aquel domingo habíamos quedado para comer a eso de las dos, pero me había retrasado cerca de media hora. Y ahí estaba, subiendo en el ascensor, con los botones parpadeando en un azul agónico que me recordaba a sus ojos y al tanga que llevaba la primera vez que me besó. Me besó ella a mí. Pero esa es otra historia. Cuarta planta. Me observé un segundo en el espejo y una ráfaga de imágenes me atravesó la puta cabeza: ella, con la mejilla contra ese mismo cristal, aullando como una perra mientras yo le comía hasta las malas intenciones. Pero esa también es otra historia. Sexta planta, y el ascensor se detuvo con un suave vaivén que me ayudó a salir de mis recuerdos más enterrados. Segunda puerta a la derecha y llamé al timbre que emitió un ensordecedor “Diiing-Dooong”. Puto timbre. Puta espera. Del interior se escucharon varias voces y un perro ladrando en la puerta. Cuando ésta se abrió me encontré con la sonrisa de mi madre.

— ¡Por fin! ¿Dónde estabas? —inquirió antes de pararse a darme dos besos.

—Perdonad la espera, ayer me sacaron a tomar algo los del trabajo y se me han pegado las sábanas.

            Para entonces su yorkshire enano ya me mordisqueaba el bajo de los vaqueros. El perro se llamaba ‘Puppi’, pero yo prefería llamarle ‘Puti’ cuando ella no podía escucharme, le pegaba más. Muchísimo más. Aquel chucho tenía una mala hostia de dos pares y a mí no me tragaba. Ni yo a él. Era más de gatos (gatas, en realidad, y mi jugadora era una fiera arañando). Giré la primera puerta a la derecha y me encontré de cara con una comida familiar, justo lo que esperaba. Todos iban elegantemente vestidos después de haber ido a la capilla y se sentaban en perfecto orden. En el centro de la mesa estaba la comida dispuesta, pero me habían esperado; una lástima, porque eso significaba que la visita se haría más larga. Estaban presentes mis abuelos, mis padres y mi hermano acompañado de su esposa; pasé al lado de cada uno para saludar con dos besos o un abrazo. Cuando llegué hasta mi cuñada, se levantó con su sutil gracia y me dejó dos besos en las mejillas mientras yo, que había posado la diestra sobre su brazo, la atraía hacia mí y le apretaba ligeramente el amarre. Mi Monique. Mi jugadora.

—Me alegro de verte Charles —dijo antes de separarse, dejando una caricia en mi antebrazo. Con Monique cada roce era una sensación distinta —. Ya me he enterado de que todo ha salido genial por Portugal. Me llena de gozo saberlo.

            “Yo sí que te llenaba, morena” pensé.

—Gracias, ahora que todo está mayormente arreglado tendré tiempo para otros asuntos.

—Como buscarte una buena novia —saltó mi hermano con una sonrisa socarrona mientras abrazaba a su esposa por los hombros.

            Tomé asiento en la única silla libre, casi enfrente de Monique, mientras imaginaba las mil maneras con las que podría rebanarle el brazo a mi queridísimo hermano. ¿Con un cuchillo? No, sería muy trabajoso. ¿Una motosierra? Lo pondría todo perdido y mi madre me mataría si le mancho las cortinas de diseño. ¿Una katana? Sí, podría ser, un corte limpio.

—Te hemos esperado para comer, hijo —dijo mi madre, esta vez sí, dándome un beso en la mejilla —. Pero aún nadie ha bendecido la mesa…

            La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Menuda paja mental, pensarás. Y lo peor de todo: acertarás. Antes de que cumpliera los 18, se presentó en casa un par de muchachos con su chapita distintiva a la que le faltaba un código de barras para ser dos putos robots con la palabra del Señor grabada en la cabeza y con el botón de ‘Replay’ a la altura de su virginal paquete. Y mi madre siempre había sido lo suficientemente débil como para abrir la puerta a los vendedores de enciclopedias y los misioneros propagandísticos de cualquier entidad religiosa. Y… ¡Boom! De repente sintieron la llamada de Dios. A mí me la trajo floja, en cuanto cumplí la mayoría de edad salí de allí y me instalé en un piso compartido con unos amigos de la infancia, pero a mi hermano le lavaron el cerebro. Fue allí donde conoció a Monique. Y cómo la conocí yo es otra historia aún más interesante. Pero la chicha de todo este asunto es que yo le había enseñado un mundo nuevo que mi querido hermano no consiguió tan siquiera balbucear cuando se casaron y ambos perdieron la virginidad juntos. ‘Ohhh, qué bonito’. No, perdón, QUÉ PUTO DESPERDICIO.

—Monique, querida, ¿puedes decir la oración?

            Ella sonrió a su suegra con una maravillosa y dócil sonrisa. Todos pusieron los codos sobre la mesa y entrelazaron las manos, cabizbajos y con los ojos cerrados. Todos menos yo, que observaba a Monique con seriedad y una aparente frialdad, pero ella sabía perfectamente que me ponía muchísimo verla con ese aire tan inocente. Llevaba los cabellos perfectamente recogidos en una coleta y un vestido que lo dejaba todo a la imaginación, pero mis ojos habían visto lo suficiente las suficientes veces como para poder verla desnuda sin quitarle una sola prenda. Ella también entrelazó las manos y bajó la cabeza pero me miraba directamente a los ojos. Sabía que nadie nos podía ver, que nadie se atrevería a entreabrir un ojo durante la oración. Era nuestro momento.

—Padre Celestial —comenzó —, te damos las gracias por estos alimentos, para que nos sienten bien, se los des a los pobres y a los necesitados…

            De repente sentí un roce en la pierna y supe que era su pie descalzo. Me mordí el labio sin pensarlo. Mal hecho, no hay que mostrar debilidad jamás, con ella no. Pero los vaqueros me estaban asfixiando la polla cada vez más contenta de verla. Su pie alcanzó mi paquete y yo bajé una mano hasta la zarpa de mi Monique.

—Y te lo rogamos en el sagrado nombre de tu hijo Jesucristo…

            Tiré ligeramente del pie y le agarré a la altura del tobillo con cierta fuerza. Penetrándola con la mirada, me llevé dos dedos a la boca y los hundí. La noté estremecer y humedecerse, sabía que estaba imaginando mi lengua hundiéndose en su cálido sexo mientras rompía sus bragas de esposa devota. Saqué los dedos y con ellos recreé un sutil camino por su empeine. “Así, por tu vientre, por tus pechos” pensaba y ella, como si pudiese leerme el pensamiento, asentía con el rostro. “Así por tu cuello, por tu boca”, y mi otra mano no dejaba de apretarle el tobillo. “Así en tus nalgas, hasta que te tatúe mi huella dactilar”.

—Amén —susurró justo en el momento en que quitaba el pie de mi regazo y separaba sus manos.

            Nos miramos fijamente mientras mi familia repetía el final de la oración y comenzaba a sabotear la comida. En aquella mirada nos desnudamos, nos besamos, nos mordimos y nos follamos, tanto que me sentí agotado cuando ella bajó la mirada con timidez aparente.

—Amén —dije por lo bajo.

            Nadie me escuchó. De todas formas, nadie habría imaginado que su cuerpo era mi única religión y que Monique recitaba mejor las oraciones entre embestidas y gemidos. Pero esa es otra historia.

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