"Loco no es el que ha perdido la razón, sino el
que lo ha perdido todo, todo, menos la razón",
Gilbert Keith Chesterton.
Gilbert Keith Chesterton.
Su llanto se te antoja como dagas
clavadas en tu consumido cuerpo. Cuerpo marchito y herido, como cada una de las
lágrimas que él vierte. Y no sabes qué hacer para consolarle(te), pues cada
nana suena hueca.
Hay un agujero en tu garganta que te
impide, mujer, con dulces palabras calmar al niño que un día salió de tus
entrañas; tus manos parecen cubiertas por estopa, ya no hacen que tu hijo deje
de llorar con tus caricias, antes suaves y dulces, ahora frías. Él se despierta
cada noche, pero tú apenas consigues que tus párpados lleguen a caer, hace
mucho que dejaste de soñar; estás alerta, los monstruos se esconden en la
oscuridad y os observan, rondan a sus presas sedientos de robaros cuanto os
queda. Temes que te arrebatemos al niño que llora en su cuna, que se remueve
entre sus mantas manchadas de dolor y miedo.
No eres consciente de nada. Tu hijo
llora, te necesita, y tú tan siquiera consigues respirar con normalidad; estás
aterrada, intentas esconderte bajo esas mantas que se han convertido en tu más
necesitado refugio, fundirte quizás con el colchón y desaparecer del mundo.
¿Quién es el cobarde ahora? Te observamos y lo sabes, docenas de ojos te
escrutan en la oscuridad en la que vivimos, incluso puedes sentir nuestro
aliento gélido, pero no te atreves a salir de tu escondrijo. Él llora, grita.
Un perro ladra a lo lejos, los árboles se mecen con violencia gracias al viento
nocturno y sus ramas azotan las ventanas, pero tú no despiertas de la pesadilla
en la que te has sumido.
No nos alimentamos de él. Ni de ti.
Tus miedos son los que nos hacen visitarte cada noche, mujer; nos hacemos más
fuertes en las sombras que te abrazan y cobijan. ¿Cuánto tiempo podrás seguir
así? Te consumimos. Ya no amamantas a tu hijo, sino a nosotros.
Y él sigue llorando en la oscuridad,
en una cuna que ya no se mece para consolarle. Tus cantos se han perdido, se
han ido volando con el viento que hiela tu cuerpo, vivo pero muerto. Te alzas,
marchita, pero al posar un pie en el suelo algo te aferra; caes, te sientes
arrastrada a la oscuridad de la que nosotros provenimos. Ya no luchas, no te
resistes a que te devoremos. Junto a ti crees ver esa sonrisa, sus ojos oscuros
tras algún rizo rebelde, el rostro de aquel hombre, padre de tu pequeño, que se
marchó sin mirar atrás; pero no. Estás sola.
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