Érase
una vez una sábana enamorada. Fue un flechazo, de esos de película: ella le
miró a él, él la miró a ella (pensando si combinaría con las paredes). No hubo
cenas románticas ni paseos por el parque; su primera vez fue mágica, intensa.
Él durmió toda la noche abrazado a ella, impregnándole su aroma. Y así pasaba
las noches, velándole los sueños y ahuyentando sus pesadillas. Cuando llegaba
cansado del trabajo, la cama era su refugio más ansiado y la sábana le abrazaba
con tantísima fuerza que él caía dormido entre sus brazos. Le amaba.
Eran felices, excepto cuando la cambiaba
por otras sábanas y ella acababa en el cesto de la ropa sucia, esperando turno.
Entre suavizante y calzoncillos, la sábana lloraba dando vueltas en el tambor
de la lavadora; sus lágrimas siempre desteñían. Pero ella le perdonaba cuando
volvía a elegirla, su favorita, para dormir contra su piel y abrigarle en las
noches de primavera.
Una aciaga noche, él salió con los
amigos. En su inanimada existencia, la sábana le dijo que tuviese cuidado y que
no cogiese el coche si bebía. Dieron las cuatro y las cinco de la madrugada, la sábana
le esperaba despierta, ya preocupada. De repente la puerta se abrió y ella suspiró,
aliviada, hasta que le vio. De sus labios bebía una muchacha mientras sus manos
ya se habían tomado todas las licencias habidas y por haber; tras ellos se dibujaba un rastro de ropa
fruto de la pasión y el desenfreno. Y la sábana, entre jadeos ahogados y
bebiendo su sudor, les vio hacer el amor durante toda la noche.
A la mañana siguiente
la sábana, aún entre amargas lágrimas,
amaneció blanca.
amaneció blanca.
He leído pocas entradas aún, pero es tan intenso que ya no puedo despegarme del blog. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias a ti por leer, Verónica.
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