Cada día a las
07:15 a.m. el despertador, aquel pequeño diablillo con mala hostia, boceaba
tres contundentes pitidos antes de que David le silenciase con un golpe seco
sobre su lomo. La rutina del quinceañero era bien sencilla: se levantaba y, sin
molestarse tan siquiera en levantar las persianas, se ponía las mismas ropas
que el día anterior sin mirarse tan siquiera en el espejo. Nunca desayunaba ni
se molestaba en adecentar la casa, ya lo haría su madre a la vuelta del
trabajo. El muchacho echó varios libros al azar en la mochila y se la cargó a
uno de sus hombros, dispuesto a sacarlos de paseo otro día más, porque en el
instituto poco uso les iba a dar.
Eran las 07:37
a.m. cuando David cogía las llaves y cerraba la puerta de casa sin mucho
cuidado, haciendo que el eco del golpe resonase en los rellanos de todo el
edificio. Vivía en un 4º piso, pero tal era su vagancia a esas horas (y en las
veintitrés restantes) que prefería llamar al ascensor en lugar de bajar por las
escaleras. Podía escuchar chirriar los engranajes que elevaban la cabina
lentamente tras su llamada, y David sabía por el sonido por qué piso iba el
ascensor. “Segundo” pensó mientras se abrochaba la sudadera dos tallas más
grandes, “tercero” en el momento en que se escondía los cordones de las
zapatillas bajo la solapa. No había terminado cuando el ascensor se paró en su
piso y la puerta se abrió con un quejido metálico. Para cuando David quiso
alzar la mirada, ya era demasiado tarde.
***
Los gruñidos del
zombie se entremezclaban con los sendos mordiscos con los que arrancaba la piel
a su vecino del séptimo. La cabina del ascensor estaba cubierta de sangre y
vísceras del pobre infeliz, cuyo destino se vio truncado cuando se encaminaba
al trabajo y al llegar al último piso se encontró con el Z, antaño el portero
del inmueble. Una vez arrancada la vida de su presa, el zombie se enfrascó en
un buffet libre hasta que las puertas del ascensor se cerraron repentinamente
tras de él y la cabina se empezó a elevar. Como un animal preparado para
atacar, el Z se puso en pie de forma vacilante, tambaleándose con el movimiento
del ascensor. Por un instante sus ojos amarillentos se encontraron con los de
su reflejo en el espejo manchado de manos y salpicaduras de sangre; le habían
arrancado de un mordisco parte de la piel en su mejilla y mandíbula derecha,
por donde asomaba algún bocado reciente. Su rostro estaba manchado de sangre
fresca que goteaba por su barbilla. Pero no se reconocía. Y repentinamente la
cabina se paró. El zombie olisqueó el ambiente a medida que las puertas del
ascensor se abrían y al otro lado un distraído David se terminaba de colocar
los cordones. Un gruñido hambriento emergió de la garganta del Z que se volteó
sobre sus propios pasos para dar con la mirada del muchacho. David tan siquiera
tuvo tiempo de reaccionar o sorprenderse ante semejante escena cuando el zombie
se abalanzó sobre él.
El muchacho,
en un acto reflejo, lanzó su mochila cargada de libros contra el zombie que ya
contaba de por sí con poco equilibrio, haciéndole caer al fondo de la cabina
impulsado por el peso de la mochila. David aprovechó la oportunidad para sacar
las llaves de su bolsillo y así poder refugiarse en casa, aunque su tembloroso
pulso le puso las cosas difíciles en su búsqueda de la llave correcta entre
tanto llavero inservible. El Z, más furioso que nunca, se arrastró en el
ascensor sorteando el cadáver del vecino que comenzaba a moverse con ligeros
espasmos nerviosos. David daba una vuelta a la llave en la cerradura cuando el
zombie se ponía en pie en el rellano y se abalanzaba a por él con ferocidad. La
puerta cedió bajo el peso del muchacho, para entonces ya podía oler el hedor de
su aliento cayendo sobre su nuca; consiguió pasar al interior de la casa e
intentó cerrar la puerta mientras el Z empujaba al otro lado y colaba los brazos por el hueco que quedaba.
David empujó con todas sus fuerzas y por fin se cerró con un eco sordo a la par
que escuchó un peso muerto caer al suelo seguido de líquidos espesos; había partido
el brazo del zombie a la altura del codo y la carne putrefacta se había
desprendido. El antebrazo del Z se removía a los pies de David con ligeros
espasmos en un charco de sangre oscura. Se quedó unos instantes en el sitio,
apoyado contra la puerta mientras su corazón latía con fuerza, sentía que le
faltaba el aire. Podía escuchar al otro lado los gruñidos del zombie, y cuando
se asomó por la merilla vio a éste arañando la puerta con ansia mientras, por
la cabina del ascensor, emergía otro Z arrastrándose por el suelo e
impregnándolo todo de sangre a su paso.
David tragó
saliva y observó a su alrededor, la casa oscura y vacía auguraba una paz que en
aquellos momentos le supo a gloria. Repentinamente un pensamiento cruzó
fugazmente la cabeza del muchacho, que se lanzó a su habitación en una carrera
desenfrenada. Cuando subió la persiana lo comprobó con sus propios ojos: un
incendio a lo lejos, gritos cercanos, coches parados en mitad de las
carreteras. Gente huyendo de aquellos seres, mientras otros eran devorados por
decenas de ellos. El caos reinaba en la ciudad. Ahora la calle era de los
zombies, y estaban más hambrientos que nunca.
He empezado a leer y me ha conquistado lo de aquel "pequeño diablillo con mala hostia", es muy de mi estilo. Un placer amiga, sigue compartiendo letras.
ResponderEliminarUn abrazo.
David Fouler.
Es un placer leerte por aquí, como siempre. Se pega todo menos la hermosura, ¿eh? Jajaja. Un beso enorme.
Eliminar